April 11, 2025

Blog Post

Pulpa

Por Guido Setton

“No busques en el espacio lo que se te perdió en el tiempo.” Amos Oz (1939-2018)

Ayer, mientras esperaba mi turno para pagar la compra en el supermercado Safeway, una de las cadenas más grandes de USA, atravesé la góndola de productos hispanos. La larga fila estaba detenida y había solo dos cajeros en servicio. Me puse a curiosear un poco: vi marcas como Marroc, Chocolinas y paquetes de yerba Cruz de Malta. Muy cerca del borde de uno de los estantes, casi a punto de caerse, asomaba una botella de jugo de limón cuya etiqueta parecía querer decirme algo. Me descubrí agarrándola y la puse en el changuito. Unos minutos más tarde, pagué, cargué las bolsas hasta mi camioneta y las metí en el baúl. Me senté, di arranque y antes de manejar rumbo a casa, recordé a mi abuela Raquel.

El departamento de la abuela Raquel estaba en una torre de Billinghurst y Mansilla, pleno barrio norte de la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en un piso 17. No había muchos edificios así de altos por aquellos años y la luz era una presencia constante. A través de la puerta de vidrio del balcón, el sol, con el paso de las horas, jugaba a modificar la intensidad de los colores. La pared blanca cambiaba y en los vasos de cristal que estaban sobre la mesa se reflejaban pequeños arcoíris.

Nos reuníamos a almorzar todos los sábados. ¿Cuán- tos éramos? Catorce. Mis padres, mi hermana Dafne, mis primos Luchy, Mariel, Tere, Débora, Beto, mis tíos Ana Lía y Samy, Reina y “Chiquito”, mi abuela Raquel y yo. Con el tiempo llegaron novios de mis primas que se convirtieron en maridos. Más tarde, bebés que apenas llegué a conocer y que ahora están en la universidad. Transiciones. En algún momento mi primo Beto se fue a vivir a Israel y mi prima Débora se divorció, modificando ligeramente la asistencia a los almuerzos. Almuerzos de los que no recuerdo detalles particulares, ni temporadas distintas, como si todos hubieran sido un largo y único evento. Tampoco podría precisar cuándo fue la última vez que estuvimos todos sentados en esa mesa.

La abuela Raquel era una mujer de carácter muy fuerte. Se había divorciado a mediados de los años cincuenta, en ese breve lapso en el cual el divorcio fue posible en la Argentina, entre el primer peronismo y la llamada Revolución Libertadora. Era modista, toda su vida trabajó y disfrutaba mucho de salir: le encantaba ir al teatro. Nunca se quejaba. Enérgica y positiva no dudaba en acomodar su visión de la realidad a lo que la hiciera más feliz o le diera calma. Una vez llamó a mi mamá para contarle lo linda que estaba una orquídea que tenía en su casa. Nada más. Quería compartir algo de belleza que había visto. Era dulce y amorosa, pero su voz adoptaba rápidamente un tono severo cuando algo no le gustaba. No toleraba ninguna desprolijidad.

Al llegar a su casa, la mesa ya estaba llena de platos tan ricos como excesivos. Pita con hummus, papa con huevo y una tonelada de mayonesa, matambre relleno, la kepeh de carne en sus muchas variantes: recubierta de trigo burgol, en forma de croquetas de carne agridulce que se servían con arroz, los niños envueltos, el lajmayin. Luego vendrían los platos principales como el maude de carne y de pollo, un tipo de guiso, cocinado a fuego lento que es sumamente pe- sado y gratificante, porque las papas, cortadas en cuadrados, primero se hornean y luego se fríen. La comida se servía en unas fuentes enormes, que se apoyaban sobre unas bases de metal expandibles para evitar que toquen el mantel.

No recuerdo haber visto a la abuela sentada comiendo.

Iba y venía de la cocina, paseaba la mirada y se aseguraba de que cada uno de nosotros probara todo lo que había preparado. En un momento me advertía rigurosa “no te llenes con las entradas que ahora viene la comida,” cuando cinco minutos antes, tras preguntarme si había probado tal o cual plato, me había servido ella misma esa porción que ahora, le parecía excesiva.

En esa época, se comía de un solo modo: hasta reventar. Hacia la sobremesa, un enorme frasco de Chofitol pasaba de mano en mano. Unas gotas de alcachofa disuelta en los vasos de cristal teñían el agua de un verde claro y ese aroma, como de eucaliptos, flotaba en el aire.

De postre, además de frutas, se servían chocolates de todo tipo, pero principalmente los llamados bloquecitos Suchard que venían en envoltorios de diferentes colores: a mí me gustaba el rojo, que tenía arroz. A veces también había paragüitas de chocolate, o bombones Pernigotti. Lo acompañábamos con café y tés de gustos variados como mandarina y tilo, marcas Lipton, Bigelow y La Virginia.

A eso de las tres de la tarde, mi papá y mis tíos se iban a dar una vuelta por las calles de Palermo y tomaban un café en Tiziano, o algún otro bar de la avenida coronel Diaz. Yo siempre me preguntaba de que hablarían, pero nunca pregunté.

Mientras mi mamá o alguna de mis tías ayudaba a mi abuela a reorganizar la mesa, mis primas distribuían blocs y lapiceras para jugar al Boggle. Dieciséis dados con letras sacudidos en un gran cubilete de plástico translúcido naranja. Reacomodadas las letras, se trataba de encontrar la mayor cantidad de palabras posibles y anotarlas hasta que un reloj de arena indicaba que el tiempo se había acabado. Leídas las palabras en voz alta, se tachaban las descubiertas por más de un participante y se asignaban puntos a las que solo eran propiedad de un jugador. También se leía la borra del café, tradición que, creo, arrimó a la mesa familiar mi tía Ana Lía. Terminadas las bebidas, un poco en serio y un poco en broma, se daban vuelta las tasas y la borra “hablaba” dando lugar a todo tipo de dibujos. A veces formas etéreas como nubes, otras, criaturas salidas de un cuento de terror. Recuerdo un demonio de un solo ojo, o pedazos de animales como la cara de un perro. Creer o reventar.

Con mi primo Luchy armábamos cohetes de papel con las páginas satinadas de las revistas Hola, que mi abuela guardaba en su mesita de luz, y después los arrojábamos desde el balcón.

A veces, los más chicos nos sentábamos en dos filas de sillas frente a un ventilador simulando que estábamos en un avión que despegaba al apretar la botonera y poner las aspas a girar.

A pesar de que éramos tantos, no recuerdo conflictos ni disputas. Quizá lo más disruptivo fue cuando Dafne, mi hermana tres años menor que yo, se hizo vegetariana en aquella época, en que nadie lo era, lo que tornaba a ese cambio de hábitos en algo exótico. Siempre le preguntaban algo que la irritaba sobremanera, “¿cómo resolvés la proteína?”

El departamento de la abuela Raquel tenía dos ambientes y un solo baño. El cuarto, sencillo, una cama de una plaza, la mesa del televisor Grundig, una cómoda con algunos remedios, y algún libro a medio leer: Mi Planta de Naranja Lima de Vasconcelos o la última novela de Sídney Sheldon. También había un silloncito y no mucho más. El centro de la casa era la imponente mesa que ocupaba la mayor parte del living. Mesa que, durante los almuerzos de cada sábado, y en otras celebraciones especiales como Pesaj y Rosh Hashaná, estaba siempre cubierta por manteles blancos.

Durante la semana, en cambio, se veía despojada y la combinación de formica roja y negra quedaba a la vista. En los almuerzos, la mesa, se extendía en una tabla de madera que descansaba sobre dos caballetes. Contra una de las paredes, justo antes de la entrada a la cocina, resaltaba un enorme freezer sobre el que se apoyaba el teléfono de la casa Era color naranja y todo un trofeo considerando que mi abuela había esperado unos quince años para que Entel se lo instalara. Por aquel entonces contar o no con una línea telefónica influía sobre el valor de las propiedades. Podría tomar un calendario y elegir al azar un día sábado cualquiera de los años ochenta y noventa y seguramente estuve allí.

En octubre de 2001 dejé Buenos Aires. Emigré a Montreal, Canadá, y desde entonces me mudé diecinueve veces: tres países, cinco ciudades, diez cambios de casas y departamentos. Cuando volví de visita, mi abuela ya había fallecido y el departamento había sido vendido.

Mientras manejaba después de hacer las compras, todo aquello apareció en mi cabeza. Y vi con claridad que fue allí, en unos de esos almuerzos donde una vez encontré una botella de jugo limón que la abuela Raquel usaba para humedecer la carne. La etiqueta decía: “el sedimento es pulpa que precipita.” Al llegar a mi casa lo primero que hice fue sacar de la bolsa aquella botella, marca Minerva. Sí, era igual a la que recordaba. La abrí y olí de nuevo el aroma del limón, mezclado con el de alcachofas del Chofitol, el desodorante de ambiente Glade que mi abuela usaba en el baño y las mil fragancias contenidas en nuestro pasado. Cuando levanté la vista sentí que más de treinta y cinco años después las pare- des blancas de mi casa también iban cambiando de tono a medida que transcurrían las horas de esos sábados que alguna vez me parecieron, pero que no eran eternos.

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