Por Marcelo Di Marco
Dique San Roque, verano de 1968. Papá y yo veníamos observando a la vieja desde hacía unos minutos, a unos quince metros y desde abajo, desde el paredón del dique. Habíamos bajado del Gordini para estirar las piernas. Mamá y mi hermana prefirieron quedarse en el auto.
Esta vieja se tira, me dije. Y papá arriesgó, con voz de soñador:
―Se ve que está recordando.
―Qué, papá. Qué está recordando.
―Y vaya a saber. Algún romance de cuando era jovencita. O a lo mejor está rezando, quién te dice.
Pero era evidente que la vieja no había ido ahí para contemplar el paisaje del embalse ni para darle gracias a ninguna divinidad, ni nada que se le pareciera. De unos cincuenta y pico, ya estaba en la calzada del dique cuando nosotros cuatro llegamos en el auto. Ni a mi mamá ni a mi hermana les llamó la atención. De saquito de lana con solapas ―recuerdo que en tales vacaciones los atardeceres de Córdoba eran frescos―, la mujer usaba una pollera tableada, de esas que en aquel tiempo ya habían pasado de moda. En lugar de zapatillas o alpargatas, zapatos con tacones.
―Te hago una apuesta, papá.
― ¿Qué decís?
―Te apuesto a que en menos de cinco minutos esta vieja se tira. ―Señalé el embudo del dique, aquel remolino gigantesco que se tragaba lo que viniera.
Papá me encajó un bife. Pero yo seguí presionando un poco más:
―Si se tira, vos me tenés que entregar un billete de mil pesos. Cinco minutos dame. Si no, si sigue sentada al minuto seis, el que se tira sos vos.
―Qué te pasa, pelotudo de mierda. ―Papá empezó a venírseme, y las otras dos, que seguían adentro del Gordini, ni se daban cuenta de nada. Y menos la mujer, que ahora se había acodado contra el parapeto del dique, en línea directa y perpendicular al embudo.
―Insisto ―dije―: te quedan tres minutos.
Papá no me contestó. La cara se le había puesto roja, como se le ponía siempre antes de que me cagara bien a palos. Y se estaba yendo directo al coche, cuando mis palabras lo frenaron en seco:
―Mirá la vieja, papá. Qué te dije.
Se dio vuelta y alzó la vista, y miró a la vieja. La vieja se había subido al parapeto ―nadie, ningún turista de los pocos que había le daba bola―, y ya había pasado las piernas del otro lado. Bien sobre el vórtice del embudo estaba sentadita la vieja.
― ¿Apostás o no apostás, papá?
Papá, muy pálido, miró el reloj de pulsera.
―Si no apostás, voy al auto y le cuento a mamá que te descubrí revolcándote con tu asistente. Y sabés que eso es perfectamente cierto. ¿Qué decís? Te queda un minuto.
Volvió a mirar la hora. Y no lo pensó más: de un salto traspuso el parapeto y se mandó directo al embudo, que lo despedazó y se lo tragó para siempre en un remolino rojo.
“El honor es lo primero” era uno de sus lemas favoritos.